Hace casi diez años que trabajo como abogada. Estudié en la Universidad Nacional de Mar del Plata (sí, soy marplatense y, obviamente, fan de la playa y el mar) y en 2011 me mudé a Gral. San Martín, Gran Buenos Aires. Hoy, el lugar desde donde trabajo y escribo estas líneas.
Debo confesar que en algún momento me sentí desilusionada y frustrada con mi profesión. Elegí ser abogada siendo muy pequeña con la vocación de hacer justicia, pero la experiencia laboral, la sociedad y los mismos tribunales me demostraron que, a veces, la verdadera justicia es difícil de alcanzar.
Y ahí, en el medio, quedé yo: con un título en la mano, todo el entusiasmo por construir una realidad más justa y con los conocimientos que tanto me habían costado y tanto había disfrutado obtener. ¿Qué podía hacer en medio de un panorama profesional tan desalentador?
Entonces, tomé dos decisiones.
La primera fue enfocarme en trabajar para ganar experiencia. Siempre me dediqué al área Civil en estudios grandes y pequeños. Comencé como aprendiz y llegué a liderar un equipo de trabajo con casi 400 expedientes a mi cargo. Solo a través de la práctica real podría conocer el verdadero funcionamiento del sistema judicial, adquirir herramientas, aprender a negociar y a representar; en definitiva, a abogar (Del lat. advocāre: hablar en favor de alguien o algo).